El burdel del Diablo
No tiene fachada, pero
todos lo conocen. No tiene nombre, pero todos lo nombran. El burdel del Diablo
no se anuncia: se insinúa. Se mete en las experiencias que duelen, en los
pensamientos que arden, en los impulsos que ciegan. No necesita existir: basta
con que lo sintamos. Basta con que el odio nos seduzca, que la venganza nos
excite, que el rencor nos prometa justicia.
Allí no hay cuerpos: hay
emociones prostituidas. El deseo se vende como castigo. La tristeza se alquila
como poder. La culpa se disfraza de redención. El Diablo no cobra: se apropia.
Se instala en la herida, en el abandono, en la humillación. Se alimenta de lo
que no pudimos decir, de lo que no nos perdonamos, de lo que nos hicieron y no
supimos transformar.
En su burdel, el amor se
vuelve arma. La memoria, tortura. La palabra, veneno. Y nosotros, sin saberlo,
pagamos con nuestra alma cada vez que dejamos que el dolor nos gobierne, que el
impulso nos arrastre, que la sombra nos dicte el gesto.
El Diablo no existe,
dicen. Pero mete la cola en cada decisión tomada desde el miedo. En cada gesto
nacido del resentimiento. En cada silencio que encierra una condena. No
necesita existir: le basta con que no lo nombremos. Porque mientras no lo
veamos, puede seguir bailando en nosotros.
Y vos, que sabés que la
sombra existe, ¿vas a seguir pagando el precio o vas a prender la luz?







